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lunes, 30 de abril de 2012

Hambre de ideas, desnutrición creativa

Una línea de la ciencia-ficción pesimista ha explorado el universo de los concursos y los juegos como metáfora de una crueldad extrema y una barbarie tecnológica que, de no remediarse las cosas, podrían convertirse en realidad. Deportes letales (Rollerball), seguimiento televisivo de una agonía (La muerte en directo), espectacularización de la vida teledirigida de seres que sin saberlo viven ficciones (El show de Truman) o los concursos a vida o muerte (Perseguido).

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Existe una señora llamada Suzanne Collins que ha escrito una trilogía de fantasía adolescente y violenta con supuesta moraleja llamada Los juegos del hambre. Discutible originalidad, sospechosos parecidos e inmenso éxito. Y existe un señor llamado Gary Ross que ha dirigido películas interesantes, pero por una u otra razón en parte fallidas, que coinciden en tratar de la salvación personal, o al menos del entusiasmo colectivo que ayuda a sobrellevar épocas duras, gracias a la inmersión en un programa de televisión (Pleasantville) o a la expectación desatada por un caballo de carreras (Seabiscuit).

Parece natural que a Ross le interesen estas novelas de Collins que también tratan de la inmersión en un universo televisivo, en este caso un concurso, y de la competición, en este caso a vida o muerte, como estimulante -o adormidera- social. En Los juegos del hambre hay unos Estados Unidos posapocalípticos, un férreo gobierno central, unos ciudadanos pasivos y adocenados que viven miserablemente, unos privilegiados que viven como dioses, un grupo de resistentes y un espectáculo televisivo de carácter catártico en el que adolescentes que son seleccionados como víctimas expiatorias deben luchar a vida o muerte en un concurso televisivo de supervivencia.

Desde el principio la cosa pinta mal. El estilismo de la entrevista televisiva entre lo que parecen dos marionetas de los Thunderbirds envejece antes de que se acabe el plano y, junto a otros futurismos de diseño, le pasará factura a esta película que nace arrugada: su ya avejentado estilismo futurista parece creado por el estilista de Lady Gaga (¡la seleccionadora de los concursantes! ¡los soldados/policías! ¡los habitantes de Capitolio! ¡los presentadores del concurso!).


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El realismo de cámara en mano con el que se nos introduce -se supone que abrupta y dramáticamente- en la acción predispone en su contra a quienes adoramos los soportes de las cámaras, los raíles y las grúas. La joven Robin Hood es una intrépida cazadora furtiva. El mundo en el que vive es una traslación de las ciudades de chabolas de la Gran Depresión.

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Su hermanita es seleccionada como víctima expiatoria para ser ofrecida al concurso. Ella la sustituye. El resto -del entrenamiento de los gladiadores al concurso- es un espectáculo de la realidad de supervivencia a lo bestia. Con moraleja impostada incluida cuando esta espartaca provoca una revolución de esclavos. Todo da la sensación de haber sido ya contado y estar ya visto. Hay una fastidiosa, y muy actual, combinación de violencia (levemente maquillada) y cursilería.

Lo peor o más inmoral es que esta película -y supongo que la novela en la que se inspira- forma parte activa del mundo que aparenta denunciar.

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